
Cuando visitamos Florencia podemos observar de cerca las Bellas Artes en mayúsculas y nos encontramos con los Médici por todas partes, pero la bella Florencia tiene una historia previa a sus mecenas más prestigiosos.

Nicolás Maquiavelo (Florencia, 1469-1527), conocido especialmente por su obra “El Príncipe”, también escribió en sus últimos años de vida una historia de Florencia, desde sus orígenes hasta 1492. No fue el único historiador de la ciudad floreciente, pero sí el más ilustre.
Simone Weil (París, 1909 – Ashford, 1943) recogió una parte de la historia florentina relatada por Maquiavelo y la analizó en un artículo previo que fue publicado en “La Crítica Social” y recogido en una de sus obras.[1] El episodio es el de la revolución de los Ciompi, trabajadores asalariados del textil.

“Florentia” es la ciudad del florecimiento para los romanos, “Fiorenze”, en época medieval, un término que describe la belleza de sus paisajes, atravesados por el río Arno, pero también su nivel cultural, político y económico. En el siglo XIII Florencia tenía su propia banca y la primera moneda con un valor estándar: el florín.

La República de Florencia se establece el siglo XII a la muerte de la “Gran Condesa” Matilde de Canossa o de Toscana (1046-1115) que, partidaria del papado en los conflictos contra el Sacro Imperio romano-germano, había donado parte de sus bienes, en 1079, al papa Gregorio VII (-1085), el de la “reforma gregoriana” que obligó al celibato de los clérigos condenando a sus mujeres a ser consideradas concubinas y a sus hijos, ilegítimos.

Una “comuna” regirá la ciudad administrando justicia en la desaparecida iglesia de St. Pier Scheraggio y, desde finales del siglo XIII, en el Palacio de la Señoría, con unos cargos electos que se renovaban cada dos meses, aunque no todos los sectores de la población están representados. En el siglo XIV, de unos noventa mil habitantes de la Florencia del momento, apenas tres mil eran los ciudadanos que podían participar en las elecciones. El gonfaloniero (gobernante y portador del estandarte de la ciudad ante su ejército) y los ocho “priores” o representantes de los gremios o “artes” (seis de las “mayores” y dos de las “menores”) residen en el palacio durante el tiempo que dura su mandato. Otros estamentos de ciudadanos o de militares participarán en la toma de decisiones importantes. La renovación de cargos se hacía por sorteo en la iglesia de la Santa Croce, erigida por la Comuna a finales del siglo XIII sobre una anterior franciscana (actualmente un enorme y bello panteón de numerosas celebridades italianas). Aunque todo parece muy democrático las diferencias de clase y de poder y la corrupción camparan a sus anchas originando numerosos conflictos.

Los frecuentes enfrentamientos entre güelfos (partidarios del Papa y de la creación de estados independientes italianos) y gibelinos (más afines a la unificación de Italia bajo el Imperio), tanto en las relaciones exteriores como en los conflictos internos, acaban desdibujando las iniciales líneas divisorias al pasar a las rivalidades entre familias vecinas. Dante Alighieri (Florencia, 1265 – Rávena, 1321) sufrió exilio por su adhesión a la causa gibelina que después asumieron los “güelfos blancos” frente a los negros, partidarios del Papa.

Las crisis se harán más confusas y convulsas con la pérdida de autoridad del Emperador entre 1330 y 1340. La alta burguesía había desplazado el peso de la nobleza y de la iglesia en el gobierno de la ciudad. Las artes habían llegado a ser veintiuna (siete mayores y catorce menores), prohibiéndose ampliar este número. Las “mayores”, formadas por juristas y notarios, comerciantes y especieros, peleteros, médicos, banqueros y magnates de la industria y del comercio de la lana, controlaban los precios en forma de “cartel” (Weil).

Los gremios o cofradías de artesanos o “artes menores” gozaban de alguna representación, pero mucho menos poder. El descontento era general, había nuevas artes, como la de los tintoreros y la de otros artesanos aún no reconocidos que reclamaban su participación en el gobierno, mientras que la plebe no contaba si no era para ser sometida a la condición servil, lo que originará en 1378 la revolución de los “Ciompi”, el último eslabón de los trabajadores de la Lana integrados en los oficios más duros de esta arte, a los que se les añadirán otros obreros con similares condiciones de vida.

Maquiavelo explica esta revolución dando cuenta de los diferentes elementos que intervienen en la sucesión de los hechos, de acuerdo con la crítica filosófica-política que le caracteriza, como los intereses particulares, la manipulación del pueblo, algunos sentimientos humanos como la vergüenza o el miedo que condicionan el obrar o el puro azar que se entromete. Una línea de pensamiento muy cercana a Weil.
Con anterioridad a la revolución social de estos trabajadores de los sectores más pobres hubo una sublevación de los sectores medios y liberales contra la dictadura del duque de Atenas, una tiranía foránea a la que algunos florentinos acudieron para favorecer su expansión y resolver conflictos internos. El tirano, como muchos otros, había hecho demagogia con el pueblo apoyando -con palabras más que con hechos- algunas reivindicaciones de los nuevos sectores, esperando con ello su apoyo contra la burguesía, lo que no consiguió, siendo derrocado finalmente en un motín, en 1343. Se restaura entonces el gobierno propio con sus gremios y la intervención prioritaria de los “gordos” o potentados, una dictadura local que provoca, junto a las crisis económicas, las hambrunas y epidemias, el alzamiento de los más pobres.

No podemos dejar de lado el papel complejo de la Iglesia que, aunque inmersa en sus propias rivalidades y con los papas en Aviñón, no se rinde fácilmente a ser dejada de lado. Catalina de Siena (Siena, 1347- Roma, 1380), una “mantellate” (porque llevaban una toca) o mística laica fervientemente apasionada de la necesaria reforma de la iglesia, siempre que se hiciera desde dentro de su seno, y de la vuelta a Roma del papado, intervendrá social y políticamente en muchos asuntos, promoviendo la reconciliación y la vuelta a la Iglesia. Con Florencia mantiene una relación epistolar desde 1370 y presencial desde 1374, acudiendo en tres ocasiones a la ciudad, donde tenía contactos con la causa güelfa, siendo recibida en la Señoría en 1375, aunque parece que sin resultados efectivos.[2]

Las medidas proteccionistas del Papa Gregorio XI hacia los güelfos habían provocado hostilidades en una guerra de mercenarios (1375-1378) denominada por los florentinos como de “los ocho santos”. La guerra aumenta las pérdidas y las rivalidades entre familias y ciudades próximas. En 1376 el papa lanza el “entredicho” a Florencia, excomulgando a sus dirigentes y dejando a la ciudad sin la posibilidad de acudir a ceremonias religiosas, lo que aumentó el malestar de la población. La Señoría reaccionó apropiándose de bienes eclesiásticos para venderlos y financiar los gastos de la guerra. Florencia fue una ciudad subversiva contra la intervención de la Iglesia en el poder temporal.
En 1377 Catalina acude por tercera y última vez a Florencia a ruegos del Papa, que debió pensar que sería más fácil la aceptación de la mantellate que la suya. Las autoridades de la ciudad habían decidido obligar al clero a decir misa en público y a absolver a los penitentes, temas importantes para la población, ante lo cual una parte del clero abandonó la ciudad mientras que algunos aceptaron, Catalina, radical en sus principios, fue crítica con estos.

En marzo de 1378 fallece Gregorio XI que había regresado a Roma como quería Catalina, aunque por intereses ajenos a ella y en abril se nombra el nuevo gonfaloniero de Florencia, Silvestro de Médici, miembro de la pequeña burguesía y del partido güelfo en su vertiente moderada, uno de los primeros del clan Médici. Los disturbios entre güelfos y gibelinos se suceden hasta que en julio estalla el motín de los Ciompi. Durante tres días Florencia es asaltada, arrasada e incendiada. Poco después, el nuevo papa, Urbano VI, firmará la paz con Florencia, mientras se produce el Cisma de Occidente (con dos papas). Catalina deja entonces la ciudad sintiéndose utilizada y fracasada una sensación que aumenta con la actitud del nuevo Papa, que no dejó de mirar por sus intereses ni reformó la Iglesia. Catalina morirá en 1380 de inanición en lo que vendría a ser una huelga de hambre, de una manera similar a como moriría Simone Weil.
Lo curioso de la revuelta -o no tanto- es que el líder del alzamiento popular, Michele di Lando, acabará poniéndose al frente de los destacamentos que consiguen derrotarlo (los grandes se esconden o se dedican a proteger lo suyo). Y es que nadie, ni los grandes, ni los artesanos medianos, soportaban “el hedor de la plebe” en el gobierno de la ciudad. Di Lando, nos dice irónicamente Weil, hará lo que habría hecho en su lugar cualquier jefe socialdemócrata, “se vuelve contra sus antiguos compañeros”, concede beneficios a quienes le apoyan, como los réditos de las tiendas del puente Vecchio a Silvestro de Médici, lo que debió contribuir a amasar la gran fortuna familiar, y otros a ciudadanos que apoyaron la plebe, “no tanto para compensarlos por su colaboración como para que lo defendieran siempre contra sus enemigos”, señala Maquiavelo. Los conflictos seguirán durante un tiempo de zozobra, llegando a cortar algunas cabezas, finalmente di Lando acabará en el exilio y “los gordos” recuperarán su anterior poder que gozarán con una mayor estabilidad. Los obreros no volverán a levantarse en una revolución similar hasta cuatro siglos después.

Simone Weil, próxima, pero crítica, tanto con el marxismo como con los movimientos libertarios que propugnan revoluciones, hace su análisis contundente y demoledor como le es propio, tal como Maquiavelo lo hace a su estilo; con ambos, nada faltos de razón, y aunque podamos aceptar que en algunos sectores se ha ido avanzando en mejoras sociales, debemos encarar las contradicciones que nos rodean y evitar, en lo posible, dejarnos arrastrar por demagogias y manipulaciones.
Catalina, una figura compleja y una mujer ejemplar, fue utilizada por la jerarquía eclesial mientras reducía las posibilidades de vida participativa en la sociedad de tantísimas mujeres, no permitiéndoles entrar en la Universidad ni en los gremios y limitándolas a ejercer sus funciones tradicionales en el hogar o el convento. Catalina, que se encerró en su casa durante un tiempo por decisión propia y salió también por propia iniciativa, participó en la vida social y política de su tiempo de forma original y apasionada, en eso no fracasó.
Su muerte pasó desapercibida, excepto en sus círculos más próximos, aunque un cronista florentino, Marchione di Coppo le dedicó unas pocas palabras reconociendo que no consiguió “convertir al Papa y llevarlo a tomar la iniciativa de las reformas que ella había reclamado y esperado durante toda su vida pública.” (Vauchez, 111-112)

Maria Àngels García-Carpintero Sánchez-Miguel, 25/06/2025
A mis hijos, Pau e Irene y a mi nieta Judith por su grata compañía en este viaje inolvidable a Florencia.
[1] Weil, Simone “Una sublevación proletaria en la Florencia del siglo XIV” En: Escritos históricos y políticos. Madrid: Trotta, 2007, p. 211-225.
[2] Vauchez, André. Catalina de Siena. Vida y pasiones. Herder, 2017